Habías dejado la ropa tirada por toda la habitación, era propio de ti. El desorden de tu vida traducido en el desorden de tu casa. Ponerte los calcetines al revés y pintarte las uñas de colores. Mirabas la vida cómo quien mira una luz que se apaga. Tenías la manía de coger el autobús y aparecer en cualquier cafetería para probar su café, y apuntabas en tu libreta el recorrido que habías hecho y el sabor. Ya no bailabas, sólo soñabas con coger un avión y aparecer en otra ciudad diferente. Te ahogaban los días y por eso tu manía de coger autobuses, creías que eran aviones con ruedas y puede que te llevaran a un sitio mejor. Los años habían pasado. Los días de caminar por las vías del tren desafiando la vida con una sonrisa habían terminado. Cuando llegabas a casa te tumbabas en el suelo y ponías las piernas en lo alto mientras la tetera hacía su trabajo. Esos minutos eran los únicos en los que la calma aparecía. El techo daba vueltas y tú alargabas los brazos hacia él. Bailando con el aire y formando figuras extrañas. Era una locura rara y a la vez fantástica. No tenías visitas. No había nadie picando a la puerta y tú seguías bailando por el pasillo olvidando. Olvidando los zarpazos al corazón, las canciones que arañan por dentro, los trenes y sus recorridos, los sabores del café, los viajes sin sentido ni destino, los dibujos del techo, los aviones de vuelta y las maletas que nunca se hicieron. Olvidando el sabor del té, el olor de las mañanas y todo lo que habías escrito en esa maldita libreta. Tenías que renacer. Y recordabas que vivías en una ciudad nueva, que aún te quedaban por conocer unas cuarenta calles, que tenías pendientes por leer unos doscientos libros y por conocer unas cincuenta personas. Recordabas que aún quedaban momentos que te encogían el alma y personas que abrazaban sin esperar nada a cambio. Recordabas que hoy es siempre todavía. Y el cielo del techo se vestía de colores, por fin se había escapado el gris bajo la puerta. La tetera ya estaba sonando
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